viernes, 15 de enero de 2010

CALATAYUD

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Si visitais Calatayud de la mano de Marcial y... de Eduardo Gil Bera, lo vais a ver muy distinto a como lo visteis conmigo.


VERÁS, LICINIANO, LA ALTA BILBILIS

Desde Barbastro hacia el Ebro, se pasa por Castelflorite y San Juan de Flumen, pueblos hermosos como sus nombres, y se atraviesa el jardín de los Monegros, todo jaspeado de bosquetes y corralizas. Cruzado el Ebro, empieza el gran mar de arcilla blanca de Zaragoza. Esta arcilla, que aquí llaman buro, refleja la luz de una manera única que confiere una claridad desoladora a la atmósfera, algo particularmente notable en Fuendetodos. El pueblo de Goya está en el caracierzo de una sierra donde en años buenos recogían nieve y la conservaban para bajarla a Zaragoza. Al otro lado de la sierra, está Villar de los Navarros donde la expedición carlista obtuvo otra de sus grandes victorias inútiles.
Hacia el sol poniente, pronto se alcanza el corredor del Jalón, por donde han ido y venido durante milenios los incontables hombres esperanzados.
Calatayud tiene un callejeo encantador, las calles de la Paciencia y el Desengaño merecen ascéticas meditaciones. Y hay un curioso monumento a la industria cañamera. Lástima que mi prisa por llegar a Bilbilis me impida recrearme en esta ciudad irónica, hay fachadas y balconajes pintados adrede para dar la impresión de desplome y sembrar la duda.
¿Dónde está Bilbilis? Pasado el cementerio, una pista trepa hacia el cerro inmortal, y media legua después, es preciso ocultar el coche para no profanar la vista de la urbe venerable. Por fin, después de faldear a media ladera, aparece Bilbilis, enorme, sobrecogedora. Termas, templos, mansiones y pórticos descansan de su lento derrumbe, y el foro se alza imponente sobre una vieja acrópolis que se debió desanimar. El teatro fue excavado en una torrentera, gran desafío ingenieril, y es una joya. El otro día desenterraron junto al escenario una cabeza de Augusto que presidía las representaciones. Paseando entre las columnas del foro se contempla el gran valle cruzado a toda leche por los gusanos del AVE y los pulgones nerviosos de la autovía.
¿Dónde viviría Marcial? Busco por las calles, el teatro y las termas, como si algo me tuviera que resultar conocido. Marcial, cuyos abuelos hablarían algún dialecto celtíbero, recibió una formación letrada extraordinaria, aquí, en esta orgullosa ciudad de la áspera colina ceñida por el Jalón que hiela el hierro, y luego se fue, veinteañero, a Roma. Cinco días de carreta hasta Tarragona, y después el azar del viento favorable sobre el ancho dorso del mar. Y triunfó en el durísimo oficio de poeta de encargo, no tanto como Virgilio, porque parece que Trajano lo ninguneó imperialmente, pero ahí anduvo, malediciente y tenaz, decretando qué palabras recordaríamos hoy, este día que rojea y se va. Permaneció en Roma casi cuarenta años, los historiadores de la medicina, los oficios, la policía urbana, las costumbres y usos romanos, le deben una información ingente. Luego volvió a Bilbilis, ya sesentón. Otra vez el mar, y los cinco días de carreta. Es admirable que este hombre nos describiera Roma, la monstruosa e interminable, y Bilbilis, señorial y alta, de un modo que nos hace asentir dos mil años después.
Dice Lope de Vega en el Laurel de Apolo, que hubo en todo el tiempo del mundo veintitrés poetas sólo; y Marcial está el noveno. Plinio el Joven, que le encargó un laudorio inmortalizante del que estaba muy satisfecho, llama a Marcial homo ingeniosus, acutus, acer (hombre ingenioso, agudo, penetrante).
A la luz equívoca del día cortísimo se lee trabajosamente en una inscripción PHILOMUSI. ¡Es Filomuso! Aquel trapicheador de noticias caducadas y parásito de cenas, que tenía nombre griego de poeta profesional, y del que se burla Marcial. Resulta que era de aquí. Ahora sólo falta encontrar la casa de Liciniano. Pero sube desde el valle la noche, los trenes subrayan su decisión, y allá abajo, donde maduraron las uvas y los melocotones del poeta, guiñan las luces de los coches.