viernes, 12 de abril de 2013

580. RADIACIONES (1942) ERNST JÜNGER



Escribiendo ayer sobre la catedral de Amiens recordé que la primera vez que viajé desde París a la región de Picardia debía de tener muy reciente la lectura de TEMPESTADES DE ACERO, el diario de Jünger en la Primera Guerra Mundial. Pero mi encuentro con Jünger no se produjo con ese libro sino con RADIACIONES, el diario que empezó a escribir en abril de 1939 cuando los nubarrones de una nueva gran guerra se cernían sobre Europa.

Si fuera un poco más ordenado y me gustase lo de las etiquetas, la de este post debería llevar la de "los libros de mi vida"; pero algunas veces prefiero un poco de desorden y que los libros vuelvan a mí como la gente, de tanto en tanto y sin etiquetas. Me alegra que Amiens me haya traído otra vez a Jünger. Como me alegra mucho cruzar los bosquecillos que rodean al Rhin cada vez que voy desde el aeropuerto de Mulhouse a Freiburg im Breisgau a ver a mi hija, porque es por esa zona (o un poco más al norte, cerca de Karlsruhe) desde donde Jünger empieza a escribir cuando la guerra ya ha comenzado y él ha sido movilizado con todo el ejército.


Desde una frágil barraca de cañas que llama a veces su ermita, y ante la muerte y destrucción centuplicadas que anuncia una Guerra de escala muy superior a la ya conocida por el soldado que mejor contó los cambios acaecidos en la Primera, su pluma se puso en marcha para contar el día a día con una luz y una distancia sobre el mundo cuya lectura, años después, me dejó a mí  marcado para siempre.

No sé a través de quién llegué a Jünger. Supongo que por alguna campaña publicitaria de los periódicos (o sea, reseñas de intelectuales en sus páginas culturales), porque la primera edición en España es de Tusquets en 1989 y en mi ejemplar pone que lo adquirí el 26 de junio de 1990. Años después tuve la suerte de almorzar un día en Barcelona con ANDRÉS SÁNCHEZ PASCUAL, su traductor al español. Jünger murió en 1998, y en los dieciocho años que van desde mi encuentro con RADIACIONES y su muerte lo tuve siempre presente aunque no tuviera la fortuna de verle o saludarle en persona. Pero con las noticias que daban los periódicos de sus últimos años, o con las anécdotas que nos contó Sánchez Pascual de su última visita a Madrid (como la de un ladronzuelo que le birló la cartera cuando contemplaba la estatua a caballo de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid) me ha sido más que suficiente.

Lo importante es que por una u otra causa el libro vuelve a mis manos y vive conmigo. Y que lo abro por cualquier página y encuentro algunos subrayados que cobran mucho más sentido ahora que cuando los señalé por primera vez:

"En nuestra condición de aprendices no nos es lícito envejecer, hemos de tener siempre dieciséis años".

(pag 75)